Blog de literatura fantástica

domingo, 28 de febrero de 2016

~Relato~ Desfibrilando


Levitaba. Sentía que una nube bajo sus pies la impulsaba sobre los oscuros adoquines de la calle. No sabía cómo había llegado allí. A la puerta de aquel restaurante enclaustrado entre las fachadas destartaladas de una calle tan antigua como la humanidad.

El local no tenía mucha mejor pinta. Las placas de cerámica estaban partidas y algunos trozos yacían moribundos en el suelo. El ladrillo parecía más bien polvo aglutinado esperando a que alguien soplara para echar a volar. Las luces que colgaban sobre el dintel estaban en su mayoría fundidas. Pero ella se sentía feliz. Radiante.

La neblina se enredó entre los pliegues de su falda y la empujó hacia el interior. Echó un vistazo hacia atrás antes de cruzar el umbral. No recordaba haber pasado por allí. Los árboles deshojados apenas podían cubrir la luz mortecina que despedían las farolas. El coche en el que se había subido al salir de casa no estaba. Tampoco recordaba haberse bajado de él. Sólo la oscura carretera y las luces blancas y rojas intercalándose ante sus ojos.

Suspiró. En realidad, no le importaba. Había llegado hasta allí. Aunque no tenía muy claro si «allí» era a donde tenía que ir. Pero no pudo evitar sonreír cuando se giró y un desconocido con esmoquin la invitó a entrar.

—¿Delia Rox?

Ella asintió con una sonrisa y traspasó la puerta medio podrida.

Dentro todo era luz.

Su vestido rojo refulgía como el fuego entre colores tan variados que apenas podía ponerles nombre. El sonido de la algarabía quedaba amortiguado por el susurro de las telas frotándose entre sí. Aquello más que un restaurante, parecía una fiesta. Sus pies rebotaron en el suelo un par de veces siguiendo una música que no alcanzaba a escuchar y se dirigieron  prestos hacia uno de los camareros que portaban pequeños manjares en una bandeja. Delia flotó entre todas aquellas gentes, pero antes de llegar a su destino, alguien tiró de su brazo. La cara se le iluminó cuando el desconocido le pidió bailar.

Salieron a un patio exterior y las estrellas les recibieron entre risas. Sus murmullos le cosquilleaban los pies mientras danzaban como en esas películas de época donde todo era brillante y majestuoso e irreal.

Irreal. Tanto como aquel restaurante, sus luces, sus canapés, sus tejidos y sus estrellas risueñas. Tanto como aquel desconocido que al mismo tiempo le resultaba extrañamente familiar. En aquel instante le pareció flotar un poco menos y la sonrisa se diluyó en sus labios. El extraño le preguntó algo, pero ella ya se alejaba entre las mesas, dejando atrás la musiquilla celestial que acentuaba aún más la sensación ilusoria que rodeaba todo aquel espejismo.

Delia se topó con un muro infranqueable de mesas abarrotadas y guirnaldas fulgurantes. Esquivó las faldas y zapatos que salían a su paso, empujada por la misma fuerza invisible que la había guiado hacia el interior. Sabía que algo no funcionaba, pero no podía dilucidar exactamente el qué. Recordó el coche, la carretera, las luces… y luego aquella calle desvencijada y oscura que no sabría situar en ninguna parte. Un creciente nerviosismo se aposentó en su cuerpo y notó el frío ascendiéndole por los pies descalzos.

Absorta como estaba en sus cavilaciones, no vio venir la figura que la bloqueó brevemente, lo suficiente como para desestabilizarla en su carrera y hacerla caer. Con la mano temblorosa aceptó la ayuda que le brindaron para levantarla, y las filigranas de sueño que aún empañaban su mente se deshicieron cuando reconoció la mirada del hombre que le tendía la mano. Su eterna sonrisa apenas dejaba entrever su mirada azul entre las pequeñas rendijas de sus ojos.

Pero no podía ser.

De repente se encontró sola, y recordó que había más gente con ella cuando se dirigían hacia el restaurante. Entre las luces zigzagueantes se colaban las risas cristalinas de sus amigas. Miró alrededor y no las vio. Todas las caras eran un borrón luminoso menos la que tenía frente a ella.

Sabía que en otro momento, hacía tiempo, hubiera saltado de emoción, pero no era el momento. Porque Robin Williams estaba muerto. Y eso significaba que ella lo estaba también.

Echó a correr sorteando los obstáculos, deslizándose entre la multitud que abarrotaba aquel lugar. Tan llenos de vida. Tan muertos.

Veía la puerta al fondo, perfecta en su marco de acero, tan distinta de cómo se veía desde fuera. Después de lo que le parecieron siglos logró alcanzarla y la abrió de un tirón. El aire de la calle era fresco y olía a podredumbre. Antes no lo había notado, tan encandilada como iba en su nube. Se tapó la boca y la nariz con una mano y echó a correr calle abajo, desde donde recordaba haber llegado. Las farolas y las ramas agónicas la persiguieron hasta que la oscuridad no la dejó ver nada más que negrura. Las formas, los sonidos, hasta los olores desaparecieron en un suspiro.

Un intenso dolor le atravesó entonces el pecho. Parpadeó y unas luces rojas giraron en sus retinas. Sintió que todo le daba vueltas. Unos rostros desenfocados parecían observarla desde lo alto. El aire entró de golpe en sus pulmones. Vio el coche que se cruzó frente al suyo en mitad de la autovía. Sintió el volante rotar entre sus manos. Todo se puso boca abajo.

Delia intentó incorporarse, pero unas manos la frenaron. El mundo dolía y tenía frío. Pero poco a poco todo fue desapareciendo. Sus músculos se aflojaron y su mandíbula se destensó. Lo último que vio antes de dormirse fue la tierna expresión de Robin Williams diciéndole adiós.



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